Falacias y coartadas del V Centenario*




Por: Agustín Cueva

La iniciativa, por parte de las autoridades españolas, de organizar, junto con sus vástagos de ultramar, grandes festejos con motivo del V Centenario del "encuentro de dos mundos", no dejó de despertar la inmediata indignación de amplios sectores de la población de América Latina (y también de la propia España), y en especial de los pueblos indígenas.
¿Se iba -se va- a celebrar exactamente qué?¿La masacre de entre cinco y diez millones de aborígenes de estas tierras americanas?¿El sometimiento a servidumbre de los sobrevivientes del genocidio, servidumbre cuyas secuelas subsisten pesadamente hasta nuestros días? ¿El racismo que igualmente perdura, como "herencia colonial", en los países de fuerte presencia indígena? ¿El inicio de un proceso de colonización, neocolonización y hegemonía imperialista que, actualmente, a raíz del llamado "fin de la historia", amenaza con reforzarse, revirtiendo una tendencia a la liberación que considerábamos sólidamente implantada a lo largo del siglo XX?

Los promotores de los eventos conmemorativos y su séquito de aspirantes a algún protagonismo o "distinción" percibieron, sin tardanza, que el festín podía echarse a perder con estos cuestionamientos y pusieron manos a su obra. Mientras la diplomacia española se encargaba de presionar a los gobiernos latinoamericanos para que no dieran marcha atrás en las celebraciones y procurasen mantener la casa en orden con respecto al tema, sus intelectuales, metropolitanos y criollos, empezaron a elaborar una serie de argumentaciones destinadas a justificar no sólo el derecho, sino el «deber» de participar en el festín. No hacerlo, según ellos, casi equivalía –aún equivale– a un crimen de lesa civilización.
Pero lo que personalmente me asombró, en este caso, no fue tanto el hecho de que una porción de intelectuales latinoamericanos (que distan mucho de ser mayoría) vieran con buenos ojos y grandes expectativas estas celebraciones. Lo que me sorprendió fue la rapidez y pericia con que se pusieron a fabricar argucias y coartadas. No pude menos que recordar, entonces, hasta qué punto está arraigada en muchos estratos de la cultura, tanto latinoamericana como peninsular, la tradición de rábula, del «tinterillo», como decimos en el Ecuador. En cada intelectual «iberoamericano» (y aquí sí que el gentilicio viene como anillo al dedo) hay sin duda un leguleyo en potencia, capaz de los mayores prodigios y acrobacias semánticas.

Cómo hubiera sido posible, si no, acuñar una expresión tan tierna como «encuentro de dos mundos», por ejemplo en la que uno no sabe qué «admirar» más, si la carencia de todo escrúpulo histórico-moral o el nivel casi artístico al que el cinismo puede llegar?
Las presentes notas (no son más que eso) están destinadas a discutir varias de esas falacias y coartadas, que son ya de circulación continental.

«No se trata de celebrar el V Centenario, sino de conmemorarlo, lo que es totalmente distinto».

Celebrar, conmemorar: ¿son en realidad términos tan distintos? No pareciera, puesto que sus respectivos campos semánticos se superponen y a la par se separan, a la manera de dos círculos secantes. En todo caso, en diccionarios venerables como el de Martín Alonso o el de Julio Casares, conmemorar viene registrado como una de las acepciones del verbo celebrar. Así que no puede achacarse al mal manejo del castellano por parte de los latinoamericanos la «confusión» entre verbos supuestamente tan diferentes.

Es cierto que celebrar puede sonar un tanto más festivo y aprobatorio que conmemorar, y este segundo verbo puede tener connotaciones más austeras que el primero; pero ello depende del contexto concreto en que se empleen uno u otro término, y yo no creo, sinceramente, que la España oficial esté preparando las «conmemoraciones» con el fin de desagraviar pública mente a las poblaciones que fueron víctimas del conocido genocidio, es decir, a nuestros pueblos indígenas. Por el contrario, todo indica que prima un tono de autocomplacencia histórica y un ambiente de festejos, dentro de una visión «épica» de la conquista y consiguiente dominación de lo que hoy es la América Latina. Visión acorde, por lo demás, con el clima neoderechista que en la actualidad se respira en el mundo, y que parecería dar un renovado «derecho» para que los países del Norte expandan su «civilización» hacia el Sur «bárbaro» manu militari cuando es menester. En esta óptica, ¿qué de execrable puede tener para «Occidente» el que España haya extraído durante siglos el oro de América usando los mismos métodos genocidas que en nuestros días se utilizan para obtener petróleo en el Medio Oriente? Nada, como es de suponer.
¿Celebrar, conmemorar? La discusión es obviamente bizantina: lo importante es el contenido y la orientación que se han venido dando a las conmemoraciones, y no la etiqueta con que se las vende al público. En este sentido, resulta interesante transcribir las respuestas de algunos intelectuales latinoamericanos que, haciendo caso omiso del marbete, se han pronunciado sobre el fondo de la cuestión, desde diferentes posiciones políticas. El director del Instituto Indigenista Mexicano, Enrique Florescano, por ejemplo, señaló lo que sigue en un documento entregado a los reyes de España, cuando estos visitaron México:

«A 500 años del acontecimiento colombino, con un proceso histórico propio y una trayectoria política in- dependiente, los mexicanos, más que deseosos de conmemorar, están interesados en revisar y analizar el sitio y peso que tiene en su historia el viaje de Colón».[1]

La toma de distancia frente a la «conmemoración» no puede ser más clara tratándose de un texto oficial y habida cuenta del destinatario. Por su parte, el famoso antropólogo Ramón Pina Chan ha afirmado que «los españoles, sus descendientes en América y los partidarios de la explotación y el genocidio pueden celebrar o conmemorar a su manera el V Centenario de la que fue una de las grandes tragedias de la humanidad».[2]

En fin, el historiador Fernando Benítez, profundo conocedor del problema indígena, nos recuerda que «conmemorar el 12 de octubre equivale a celebrar la muerte de siete millones de indígenas» y llama a rechazar con indignación los festejos de los quinientos años.[3]

«Hablamos español, pertenecemos a la cultura hispana y no podemos renunciar a Cervantes, Lope de Vega o Gracilazo».

Aquí no hacemos más que transcribir, poniéndola en plural, una argumentación que Octavio Paz formulara, en Estocolmo, al día siguiente de recibir el Premio Nobel de Literatura 1990; con el propósito, según la agencia EFE, de defender la celebración (sic) del V Centenario del descubrimiento de América[4]

Paz tiene, desde luego, todo el derecho de bendecir estas u otras celebraciones; pero lo que nos gustaría que precisase es dónde están estos moros con tranchete de los que se está defendiendo. En suma, ¿quién o quiénes han propuesto, o siquiera insinuado, renunciar a aquellos y otros grandes autores que, en efecto, forman parte de nuestro acervo, no solo a título de patrimonio cultural de la humanidad entera sino, también, en cuanto herencia idiomático-literaria directa de más de la mitad de la población que hoy habita la Amé- rica Latina? Me refiero, como es obvio, a aquella porción de la población que tenemos como lengua materna el castellano: aproximadamente 60 % del total.

Hasta donde hay noticias ningún «moro» ha pedido todavía las «renuncias» a que alude el poeta laureado. Además, ¿por qué y para qué se haría eso? Octavio Paz sabe mejor que nadie que se trata de simples fantasmas inventados por los propios comensales del festín oficial, con el propósito de presentar a los opositores (oposito- res del festín, no de Cervantes, Lope de Vega o Calderón de la Barca) como portaestandartes de la «barbarie» (¡en quinientos años la ideología dominante no ha cambiado de argumentación!) o, por lo menos, como enemigos de su propia tradición cultural.

En lo que atañe a las amenazas que puedan cernirse sobre el idioma español (sobre el castellano para ser más precisos), conviene aclarar que ellas tampoco provienen de los sectores adversos a las celebraciones organizadas por la corona y el gobierno españoles. No son, por ejemplo, los indios de la América Latina quienes presionan para que el castellano pierda su «ñ»: son las transnacionales de la computación, como es de dominio público. Y tampoco son aquellos sectores, sino los círculos hegemónicos de los Estados Unidos, quienes han tratado de descastellinizar a toda costa a Puerto Rico, felizmente sin conseguirlo.
Nosotros nos oponemos, desde luego, a cualquier atentado contra nuestra lengua, así como contra cualquier otra lengua hablada en la América Latina, poniendo especial énfasis en el caso de los idiomas aborígenes, que son los realmente amenazados a partir del «encuentro de dos mundos».

«Somos parte de la cultura occidental, no podemos negarlo, y ello debemos al descubrimiento de América». Occidente y occidental son términos demasiado manidos y, sobre todo, mancillados y hollados justamente por los círculos dominantes de las potencias «occidentales». Admitamos, empero, con beneficio de inventario, que formamos parte de ese «extremo Occidente» al que se refiere Alain Rouquié, y que como tales estamos incorporados a la «civilización occidental». Esto no nos obliga, sin embargo, a solidarizarnos con toda la historia de Occidente, en la cual, por lo demás, siempre nos ha tocado la peor parte. Y nos sigue tocando.
Por otro lado, el argumento de que puesto que pertenecemos a la «cultura occidental» debemos sumarnos a las celebraciones del V Centenario (como arguye el propio Octavio Paz)  constituye un sofisma en rigor perverso: ¿se podría concluir, de ahí, que todas las personas de cultura germánica están moralmente obligadas a conmemorar las «hazañas» de su ex Fürer y todos los ciudadanos estadunidenses a convertir al imperialismo de su país en una gesta?

Y lo que decimos con respecto a Occidente en general, es válido también para España, aunque con tonalidades afectivas muy propias. En rigor, nadie es «antiespañol» en la América Latina. La generación de nuestros padres, por ejemplo, sintió la Guerra Civil española como su propia guerra, tomó encarnizadamente partido por uno u otro bando y nos enseñó a entonar desde chicos las canciones (en mi caso) republicanas y a recitar los poemas de Alberti, García Lorca, Machado, Miguel Hernández y otros. ¿Se puede ser con todo esto antiespañol? Claro que no. Pero tampoco nos vamos a dejar chantajear afectivamente hasta el punto de gritar ¡viva la hispanidad!, con todas las connotaciones reaccionarias que eso tiene, ni lo que es más grave, irnos con la finta de las conmemoraciones oficiales «neutras».

Se dice, en fin, que el dogmatismo de la izquierda y de cierto indigenismo ha impedido y continúa impidiendo que se aquilaten los «pros» y los «contras» de la conquista y la colonización. Para tranquilidad de los partidos del «justo medio» quiero simplemente recordar que hace aproximadamente medio siglo el poeta comunista Pablo Neruda (aunque todavía dolido por la derrota de la República) supo mantener la ecuanimidad y reconocer, en su poema «A pesar de la ira» (que forma parte del Canto general)[5], que con la conquista de América por los españoles «no sólo llegó sangre sino trigo» y que «la luz vino a pesar de los puñales». Más ponderación no se puede pedir en un continente en que buena parte de la población sigue esperando la llegada de esas «luces» y ese trigo.
«A estas alturas de la historia, cuando la tendencia universal es hacia la formación de grandes bloques de naciones, no tiene sentido remover viejas heridas, que solo contribuyen al resquebrajamiento de la comunidad iberoamericana».

Es cierto que la tendencia mundial va en dirección de la conformación de grandes bloques económico-políticos; pero no de entelequias, del tamaño que fueran. «Comunidad iberoamericana»: ¿alguien podría explicar- nos lo que en verdad quiere decir tal expresión, más allá de cierta franja del mercado latinoamericano en la que el capitalismo español ha puesto sus ojos, anhelos o de adueñarse de compañías de aviación o de telecomunicaciones, por ejemplo, o de obtener contratos para sus empresas de construcción civil y cosas parecidas? Pero, allende esta nueva urdimbre del capitalismo de nuestros días, ¿en qué consiste la tan sobada «comunidad»? En el uso de una lengua común, dirán algunos, pero ciertamente el énfasis de la conmemoración no va por ese lado.

Peor aún: la supuesta «comunidad» arranca de una verdadera comedia de equívocos. En efecto, resulta que, guste o disguste a quien sea, nosotros somos latinoamericanos, porque así, y de ninguna otra manera, nos autodenominamos actualmente. Yo, ecuatoriano, no puedo imaginarme en mi propio país o en cualquier otro de la América Latina, incluidos Brasil y Haití, diciendo al común de los mortales que soy «iberoamericano»; simplemente se reirían de mí, me preguntarían en dónde queda «eso», o pensarían que soy español. Además de que también en el resto del mundo se nos conoce como latinoamericanos. Menos en la España oficial, donde incluso sus intelectuales y medios de difusión insisten en seguir refiriéndose a «Iberoamérica» y los «iberoamericanos». Como se ve, desde el nombre de la supuesta «comunidad» nace viciado por una imposición de la antigua metrópoli.

Pero eso no es lo substancial. El meollo del problema consiste en que difícilmente puede haber una comunidad de intereses y destino histórico entre una España cada vez más integrada al mundo imperialista y una América Latina cada día más sumida en el Tercer Mundo, en un momento en que la contradicción Norte-Sur se agudiza y la brecha entre los dos «mundos» se ensancha. En este «encuentro de dos mundos», que configura la contradicción axial de nuestros días, la España oficial toma abiertamente el partido del Norte, y a veces directamente el de los Estados Unidos, como lo demostró en el conflicto del Golfo Pérsico, aun en contra del sentir mayoritario de la población peninsular, que no dejó de manifestar su repudio a la intervención «occidental» en el Medio Oriente.
Por lo demás, y con justo derecho, España está integrada a la Comunidad Económica Europea y se rige por las normas, cada vez más estrictas, de dicha integración. Este es el hecho real, mientras que la «comunidad iberoamericana» no pasa de ser un marbete impreso para fines no precisamente desinteresados. En fin, hay que esclarecer que no somos los latinoamericanos quienes hemos tomado la iniciativa de remover «viejas» heridas. Fue la España oficial la que impulsó las conmemoraciones del V Centenario, y la que las sigue promoviendo –para no decir imponiendo– convencida de que es «el momento idóneo para que la comunidad iberoamericana tome conciencia de sí misma».[6]

Muy idóneo, en realidad: como si, para reforzar la comunidad europea, Kohl invitara a Mitterrand a «conmemorar» la entrada de las tropas nazis en París y el consiguiente «encuentro de dos mundos y dos culturas»; o como si Mitterrand convidara al gobierno español a «conmemorar» la ocupación de la Península por las tropas de Napoleón.

«Nosotros, mestizos, no tenemos por qué comprar pleito ajeno, o sea, el pleito de los indios. Y tanto menos, cuanto que estos no buscan otra cosa que hacer retroceder la rueda de la historia».

En primer lugar, es falso que los movimientos indígenas pretendan tal cosa. Si uno examina los documentos de sus encuentros y sus organizaciones (por ejemplo, la declaración emitida con motivo del Primer Encuentro Continental de Pueblos Indios, realizado en Quito, Ecuador, en julio de 1990; o las declaraciones y documentos de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, Conaie) no detecta el menor «atentado» contra la «civilización occidental», a menos que se interprete a esta como sinónimo de racismo, discriminaciones, desigualdad social y económica, depredación ambiental y otras lacras similares, contra las cuales sí reclaman las organizaciones indígenas.

Por lo demás, no deja de ser altamente irónico que muchos de los que se oponen encarnizadamente al proyecto de un Estado multinacional, pluriétnico y multicultural en los países andinos, por ejemplo, vean con buenos ojos los derechos de autodeterminación de los diversos pueblos que conforman Yugoslavia o la Unión Soviética.

¿Por qué no es válido en el «extremo Occidente» lo que tiene legitimidad en Europa del Este?
Es verdad que en artículos o exposiciones aisladas de tal o cual autor indigenista pueden encontrarse rasgos de milenarismo o esbozo de utopías pasatistas; pero esta es una producción finalmente marginal desde el punto de vista de los movimientos sociales y que tiene más bien que ver con el romanticismo de ciertos sectores de la intelectualidad mestiza.
En todo caso, quienes temen que los indios hagan retroceder la «rueda de la historia», emplearían mejor su tiempo preocupándose por los grandes retrocesos que ya estamos viviendo (más que de «rueda de la historia» habría que hablar en la América Latina actual de una «historia en silla de ruedas»), y no por culpa de ninguna población aborigen, sino a causa de las estructuras de dominación y explotación, sobre todo internacionales, que venimos soportando.
Por ello, el debate sobre el V Centenario no es algo que solo concierna a «indios» y «blancos». Lo que está en juego, a propósito de estas «conmemoraciones», es el hecho de saber si determinados Estados tienen o no el «derecho» de sojuzgar a los pueblos considerados «periféricos», antaño con la justificación de civilizarlos y cristianizarlos, hogaño con el pretexto de difundir el progreso e implantar la democracia «occidental». Ese es el nudo gordiano de la cuestión.


















Ponencia presentada en el XVIII Congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS), La Habana, Cuba, 28-31 de mayo de 1991.
[1] Ramón Pina Chan: «¿Año de la autodeterminación de los pue- blos indígenas o V Centenario del Descubrimiento? (Balance sobre una polémica sobre 1992), en El Día, México D.F., 24 de diciembre de 1990, p. 19.
[2] Ramón Pina Chan: Ob. cit. (en n. 1)
[3] Ídem
[4] «Defiende Octavio Paz la celebración del V Centenario del Descubrimiento», El Día, México D.F., 12 de diciembre de 1990, p. 18.
[5] Ver Obras completas, 2da. ed., Buenos Aires, Losada, 1962, pp. 351-352.
[6] Ver «¿año de la autodeterminación...?», loc. cit. La desafortunada aseveración es del Rey de España.

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