Alejandro Moreano: La carne y el hueso de un intelectual *
Alejandro Moreano es considerado
uno de los tres pensadores contemporáneos más importantes del Ecuador, junto
con Agustín Cueva y Bolívar Echeverría. Su permanente devenir entre la literatura
y la política tiene un trasfondo emotivo, sensible, que nos devuelve la mirada
a sus años de niñez y adolescencia, a su juventud y a sus más profundos
afectos.
La madre de Alejandro, doña
Gertrudis Eugenia Mora, lojana afincada en Quito, guardaba un parentesco no frecuentado
con los Carrión Mora, no así con Benjamín, con quien compartió muchas de las
andanzas y tertulias que llevaron a transformar el Instituto Cultural
Ecuatoriano –creado en 1943– en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, institución forjada
como una matriz del arte y del pensamiento para levantar la autoestima de una
nación desmembrada: “Si no podemos ser una potencia militar y económica,
podemos ser, en cambio, una potencia cultural nutrida de nuestras más ricas
tradiciones”, había dicho Carrión. De ahí que el nombre que más escuchó
Alejandro en su infancia fue el de aquel a quien, décadas más tarde, destinaría
uno de sus ensayos: “Benjamín Carrión, desarrollo y crisis del pensamiento democrático
nacional”.
La impronta escolar
Pero imaginemos que desde entonces
han transcurrido unos diez u once años y el Alejo es ahora alumno de la Escuela
Espejo. Muchas mañanas de invierno se levantaba con el chirrido del timbre de
la escuela situada a media cuadra de su casa. Así, recién despierto y un tanto
desastrado, salía corriendo, para alcanzar a colarse en la formación. Cada lunes,
uno de los maestros exigía que los estudiantes presentaran una pequeña
exposición sobre algún pensador famoso, y el Alejo creía sabérselas todas, pues
había conseguido y devorado un libro llamado Historia del pensamiento social,
con biografías y sinopsis de los postulados de personalidades clásicas como
Sócrates, Séneca, Aristóteles… “Leía despacio, a veces repitiendo el párrafo o
la página, a ratos sin entender mucho…”, confiesa ahora, ya escondido detrás de
su barba blanca y sus 71 años, un par de anteojos de más de diez libros
escritos, decenas de ensayos publicados y unos cuantos proyectos en proceso.
“En una sabatina de la escuela, preguntaron
nombres de pensadores, y yo me paré, con todo el pujo de sorprender, y dije:
¡Platón! La profesora me pidió pasar al pizarrón para escribir ese nombre y lo
escribí… ¡pero con p minúscula!
Esas experiencias me encanta recordar
porque son los golpes que he recibido contra mi vanidad, que son bastante
buenos, especialmente en la política.” Por esos años, en la Escuela Espejo
experimentaban con el llamado IQ (intelligence quotient), que pretendía
medir destrezas y habilidades cerebrales de los niños. Alejo sacó el puntaje
más alto, mientras que su hermano Marco, aunque no entendía lo que leía, logró
ser el que más palabras articuló por minuto. El hecho le hizo acreedor del mote
de ‘El 24 mil palabras’. Dos hermanos diferentes, dos encarnaciones de lo que
constituyen la
lectura profunda y la lectura rápida.
El Alejo recuerda que tenía dos tipos de
lectura: ciertas novelas “de esas entretenidas” como Los tres mosqueteros,
y textos como aquella compilación de biografías, que jamás va a olvidar. A los
once años, y como ya era costumbre, Alejo fue premiado en la escuela. Entonces,
“mi santa madrecita me sacó en el periódico, y tiempo después, en plena época
de radicalismo de la escuela de Sociología, alguien se había conseguido esa
foto y me sacó en la cartelera…”, emocionado. Tal parece que cualquier cosa que
su madre haya hecho o dicho en vida podía ser para el Alejo un motivo de
celebración.
Poesía en bicicleta
Imaginemos ya a un escolar
que aguaitaba a una muchacha del barrio. La chica era el mito romántico de
todos los compañeros de esquina y por eso, los chicos salían juntos a montar
bicicleta por ahí para ver si la encontraban.
Imaginemos a ese muchacho y
pongamos que había leído a Baudelaire y que había memorizado
Las letanías de Satán:
Tú que pusiste en los ojos y el
corazón de las muchachas,
el culto de la llaga y el amor de
los andrajos,
¡Oh, Satán, ten piedad de mi larga
miseria!
Enamorado –o creyéndose enamorado–,
el joven soñaba con ganar algún día el premio Nobel de Literatura y lograr el
cometido de conquistar a la bella vecina del barrio, quien, además, era hermana
de uno de sus compañeros de escuela.
Mientras se ocupaba en dar los acabados
a su sueño, se hallaba escribiendo un soneto. Un soneto dedicado al opio. Pero,
¡¿qué carajo era el opio?! La familia del Alejo se llevó un gran susto con este
escrito, aunque, rápidamente, se evidenció que el muchacho tan solo quería imitar
la línea del poeta maldito a quien, en su adolescencia, admiraba.
La madre que contaba
películas de amor
Había mucha imaginación rondando
los pasillos y habitaciones de esa casa quiteña. Muchas historias. Como
aquellas que llevaba Gertrudis por las noches, luego de salir del brazo de
Marco, para ir al cine. Alejo y su hermano esperaban a sus padres, solos en
casa, pero sabían que al volver de la función, mamá les contaría lo que la
pantalla había mostrado.
“Si tengo algo de narrador es
porque ella me enseñó a contar –dice el Alejo, mirando a un punto que juega a
escabullirse–, ella era teatral, vivía el mundo de la revista chilena Ecran,
estaba enamorada de Gary Grant…”.
Cuando Alejo había cumplido ya
los 17 años, murió su padre. Entonces, “se creó una fetichización de los dos
hermanos: mi hermano era mi padre y yo era mi madre”, recuerda el hombre que ya
para este instante ha dejado de hablar desde el discurso del púlpito académico
y se enfrasca en recuerdos y anécdotas. Pero, enseguida prefiere matizar la
triste evocación con humor.
Entonces piensa en su madre de
otra manera y recuerda, escarbando un poco, que ella había tenido un romance
juvenil con un escritor lojano, un tal Pablo Palacio. “En un viaje que hice a
Loja –ya muerta mi madre–, paseaba yo junto a un riachuelo, y al cruzar el
puente, me imaginé el romance ¡y sentí unos celos! Celos tardíos...”, acepta,
riéndose por la complicidad que ha ensayado consigo mismo. “Un Edipo tardío”, prefiere
llamarlo él.
Entre la madre de carne
y hueso y la Dolorosa del Colegio
Aunque el tío-primo
Benjamín estaba convencido de que los jesuitas eran poco menos que la maldición
descrita en García Moreno, el santo del patíbulo, Alejandro
Moreano entró al Colegio San Gabriel, una emblemática institución jesuita en el
Ecuador. “Yo pienso –dice Alejandro– que la visión de Carrión se remontaba a la
época garciana, porque los jesuitas de mi época eran los más progresistas y
estudiosos de la iglesia. Aunque por entonces no participaban de la Teología de
la Liberación, estuvieron junto a los sectores populares en Centroamérica y
varios fueron perseguidos y victimados por los dictadores de entonces, como en
El Salvador, por ejemplo”.
La gran batalla que se daba en el
Vaticano era entre jesuitas y Opus Dei, estos, poco a poco, fueron tomándose la
Compañía de Jesús. Pero la aventura jesuítica de Moreano se truncó en cuarto año.
Era presidente del curso y organizó un campeonato de damas y de ajedrez, con
toda la buena voluntad y la iniciativa de un muchacho inquieto. El problema fue
que lo planificó para que se llevara a cabo a la misma hora de la misa. ¡Un sacrilegio!
Claro, toda la visión progresista que tenía de la comunidad jesuítica se derramó
sobre el suelo cuando las autoridades del colegio desconocieron su condición de
presidente.
Citaron a su madre para darle las
quejas, pero, mientras Alejandro pensaba que ella lo retaría, regresó
emocionada a casa, a ponderarle lo guapo que le había parecido “ese curita
español”, semejante al del poema El seminarista de los ojos negros, de Miguel Ramos
Carrión. La mirada y la voz de Alejandro se llenan de ternura: “¡Era una linda,
una coqueta!”. El Alejo agarró sus cosas y se cambió al colegio Benalcázar.
“¡La Dolorosa del Colegio lloró en 1906, no por los alumnos, sino por la
fundación del Banco Pichincha y del diario El Comercio!”, diría, en solidaridad,
un impenitente.
Un día su madre le dijo que se
había hecho partidaria de Febres Cordero, lo que desencadenó intensos choques
con su hijo, marxista, revolucionario, ligado a la lucha de los movimientos
sociales en el Ecuador. Alejo esgrimía los argumentos más contundentes y ella
se le reía. Ninguno iba a lograr cambiar al otro. Pero madre es madre. Durante
una de esas discusiones, cuando ya tenía 85 años, le respondió lapidaria a su
hijo testarudo:
“si ahora me tratas así, cómo me tratarás cuando sea vieja!”.
Tres años después, a los 88, doña
“Gechu” falleció.
El infaltable carcelazo
Es que, aparte de esa herencia memorable que es el haberle
entregado la facultad de contar historias, Alejandro heredó de ella también la
biblioteca. Le debe mucho. Un día de 1972, el Alejo cayó preso.
Estuvo durante diez días con las
manos atadas a la espalda, encapuchado y tendido sobre el pavimento de lo que luego
supo era el Ministerio de Defensa. Al salir del encierro, Alejandro recuerda
haber vivido “una de las experiencias más bellas”, pues minutos después de que
fuera abandonado al borde de la vía Oriental, en Quito, una camioneta se detuvo
a su lado para darle un aventón. El viento de la sierra golpeando su rostro,
estirando su cabello, cerrándole a medias los ojos, enfriándole la sensación de
cautiverio, hilvanó “una sensación de libertad que nunca olvido”. Al llegar a casa,
todos los vecinos del barrio aplaudían a doña “Gecha” por la llegada de su
hijo. “Algo hizo, pero al llegar a casa mi madre era la heroína”.
El salto a la escritura
El cambio de ambiente, sin
embargo, le proporcionó parámetros para comparar: “Mucho más humano y rico en
experiencias era el San Gabriel, porque esa era la época del padre Marco
Vinicio Rueda, uno de los grandes gurús del cristianismo para los pobres, un cura
que creaba una atmósfera muy favorable a la reflexión, al punto que muchos de
nosotros terminamos en la izquierda, mientras que el Benalcázar era un colegio
agringado”, de una clase media arribista, diríamos ahora. Pero, la mayor relevancia
que tuvo el recinto jesuita en la formación de Alejandro Moreano radica en que esos
años significaron su salto a la escritura. Justamente, durante ese cuarto año,
tuvieron como maestro a Hernán Rodríguez Castelo, “un estimulador que descubrió
talentos como el de Vladimiro Rivas, Diego Araujo, Bruno Sáenz”, y que catapultó
a Francisco ProañoArandi y a Alejandro Moreano hacia el mundo de la producción literaria.
Todavía como estudiantes del colegio, publicaron la primera revista Z, que
tendría sus repercusiones ya en la vida universitaria.
Los tzántzicos y la universidad
El Alejo llegó a la
Universidad Central en busca de la licenciatura en Ciencias Sociales, pero
también llegó con las ganas de irrumpir en la vida cultural de la ciudad. Ya el
camino se había iniciado durante el colegio.
Corrían los sesenta y en Quito se
habían formado tres grupos culturales: los tzántzicos reductores de cabeza
(¿algo tendría que ver esta propensión a reducir las cabezas de sus “compañeros
de ruta” apodados ‘cabezones’, que militaban en el Partido Comunista pro
Moscú?); los del grupo Ágora, de producción más bien mariana, ligados al Hogar
Javier y al ex jesuita Rodríguez Castelo, y los del grupo Caminos, ni de
izquierda ni de derecha, sonetistas, abogados en ciernes, que le recitaban a la
primera dama de entonces, doña Corina Parral de Velasco.
En el primer año de universidad, el
Alejo editó junto con Francisco Proaño una revista que ellos mismos repartían.
Lo que era más visible en las páginas de la prensa de entonces, con respecto a
la vida cultural del país era, entre otras cosas, lo que hacía el grupo
Caminos, “los tzántzicos eran unos chicos malcriados, tirapiedras y punto”,
recuerda el Alejo. Y como estaban ávidos por insertarse en un espacio activo, “intentamos
vincularnos con los Caminos; hasta un par de borracheras tuvimos… ¡y al final
nos sorprendió su escasa formación literaria! Eso sí, se peleaban a sonetazos”.
Con 19 años encima, decidieron armar cita con Ulises Estrella, en el célebre
Café 77, donde habían dejado ejemplares de la revista.
“El compañero Ulises les está
esperando” –dijo el dueño cuando les vio llegar. “¡Fue un deslumbramiento,
tenía un imaginario, una formación literaria, sabía de todas las corrientes
últimas de la literatura mundial y latinoamericana!”. El encuentro fue
decisivo. Desde entonces, se inició el vínculo con el movimiento Tzántzico. Los
tzántzicos decidieron reflejar su momento histórico a su manera. Abdón Ubidia
recuerda: “El acto tzántzico tenía otra connotación: era espectáculo,
happening, acción política movilizadora. Los narradores escribíamos textos
incipientes, nos insertábamos como actores –en el sentido cabal del término– en
los espectáculos deliberadamente escandalosos de los recitales tzántzicos.
Típicas manifestaciones de una guerrilla cultural.
Alejandro quería más: que el acto
tzántzico copara coliseos y fuera un espectáculo de masas”. Aunque luzca
contradictorio, Alejandro ahora suena más equilibrado: “Los tzántzicos son
buenos poetas pero a veces, por hacer la agitación, perdían, aunque otras veces
lo hacían muy bien”. Recuerda cuando Rafael Larrea se subió a la mesa a recitar
y al final improvisó: “¡porque hay que ponerle criptonita a Superman y patearle
en los huevos a Tarzán!”. Otro acto irreverente fue aquel en el que los
tzántzicos quemaron sus títulos –o simularon quemarlos– en público. Un recital
tzántzico tenía al poema como elemento vertebrador, “era como el jazz, muy improvisado”,
explica el Alejo.
Los jóvenes del mundo
incomodan al poder
Los aparatos represivos
latinoamericanos perseguían a los comunistas, a los rojos; los izquierdistas de
América Latina se habían apropiado de cantos de militancia, como el Bella
ciao –una tonada popular que el movimiento partisano italiano había creado
para acompañar las luchas contra las tropas fascistas y nazis– o de la figura
del Che Guevara, a partir de su muerte en Bolivia, en 1967, hecho que impulsó la
publicación de El diario del Che, y El Diario de Tania, la
guerrillera, así como la aparición en Quito de escritos del Che con prólogos de
Alejandro Moreano, en los que advertía la pretensión imperialista de vaciar de
contenido a la figura del revolucionario argentino- cubano, “volverlo inocuo como
el DDT que inmuniza a las moscas”.
La juventud en el mundo se volvió
protagonista de la historia, la ética de El Hombre Nuevo, proclamada por el
Che, sintonizó con las posiciones contestatarias de los hippies y de los
movimientos emancipadores de las mujeres, los negros, los beatnicks. Era
la imparable búsqueda de libertad, The Beatles encarnaban con música y poesía a
todos los jóvenes del mundo. Hubo estallidos en Tokio, en París (mayo del 68) y
en México (la matanza de Tlatelolco, donde fueron masacrados cientos de
estudiantes). En Chile triunfó la Unidad Popular y a los tres años del gobierno
de Allende, la CIA propició el golpe de Pinochet; en el Ecuador se realizó la primera
huelga nacional y la unidad entre las centrales obreras, en cuya andadura siempre
estuvo presente Alejandro con sus análisis políticos y sus tesis de unidad. Se instaló
la época del petróleo y con ella la del desarrollo urbano y de alguna
infraestructura como la de las carreteras y puertos. Quito dejó de ser la
ciudad bucólica, creció en extensión y en número de habitantes, la universidad cuadruplicó
la matrícula, la ciudad dejó los horarios de parroquia, se impuso la jornada única,
se abrieron los primeros moteles, peñas y discotecas.
Las parejas se hacían y deshacían
al ritmo de la cumbia, proliferaron los divorcios y a la par la unión libre.
Esta serie de acontecimientos puso a Alejandro entre la literatura de sus años
de estudiante y la política de su juventud. Había que hallar un mecanismo de
confluencia. Por entonces, el Alejo “vivía escribiendo mi eterna novela”. Se
refiere a la que más tarde se publicaría con el título de El devastado jardín
del paraíso. Se vivía una suerte de esplendor de la literatura nacional
luego del boom que significó el grupo de Guayaquil y la Generación de
los 30.
Pero también se experimentaba un
ascenso de las ciencias sociales al debate nacional. La publicación del libro Ecuador,
pasado y presente (coescrito por
Leonardo Mejía, Fernando Velasco, José Moncada, René Báez, Agustín Cueva y
Alejandro Moreano) fue una muestra de ello.
La escuela de Sociología y Agustín Cueva
Esta escuelita
tiene un cierto gusto…”, junta las yemas de los dedos y las frota entre sí
mientras lo dice, ya tumbado –cuan grande es– detrás de su escritorio. Desde
esa silla escucha y enseguida sonríe. ¡Siempre sonríe! “Aquí los alumnos son
ambiciosos, locos, apasionados… ¡hay más vitalidad!”. Acaso evoca la vitalidad que
tuvo en sus propios años colegiales, cuando era miembro del equipo de pimpón
del Colegio San Gabriel y amaba jugar básquet…
Su cariño por “la escuelita” de Sociología no significa que no muestre
también sus hondos afectos por la Universidad Andina Simón Bolívar, donde ahora
dicta talleres. Es solo que con las nuevas leyes en materia educativa, ha
tenido que dedicar el tiempo solo a la Andina. “De ahí ha salido mucha gente
insurgente”, aclara, como amparándose en la historia que caracteriza a ese
recinto universitario. Esa misma historia que a Moreano le impide hablar de
otra cosa que no sea política… o literatura, sus dos pasiones vitales. La
escuela que se concibió como de sociología y ciencias políticas, en determinado
momento de auge de la derecha, intentó convertirse en una escuela de sociología
funcional, olvidando el aporte de varios maestros, entre ellos Agustín Cueva,
Fernando ‘el Conejo’ Velasco y Alejandro Moreano. En palabras de él, Agustín Cueva
detentó esa lucha:
“Hubo pocos intelectuales como Agustín que, aislado y aún cercado por
la euforia de las nuevas corrientes sociológicas, a contracorriente del mercado
de prestigio y de las finanzas de la investigación social, desarrolló el
pensamiento crítico en las nuevas condiciones. Antes que someterse y asumir las
tesis contrarias o ensayar un perfil discreto como hicieron tantos otros,
Agustín extremósu capacidad de batalla y enfrentó con extrema radicalidad las
tesis del neoliberalismo y de cierto gramcsismo latinoamericano”.
Un abuelo radical que predica la revolución permanente
Sofía,
una de sus exalumnas de la Andina, dice que en sus clases casi nunca se levanta
de la silla, “y entonces, toma esa pose de abuelo sabio que empieza a contar
historias, pero está siempre interesado en lo que los otros quieren
preguntar…”.
Sin embargo, a él le incomoda que lo vean así. Él dice haberse educado
con la figura del abuelito con sabiduría de anciano y, a pesar de su barba cana
y de sus setenta y un años, no está viejo, no se siente viejo en lo absoluto.
“¡En ningún aspecto asumo esa visión”, responde, categórico pero sinolvidar
sonreír. “Ni siquiera los hijos de mis hijos son mis nietos –explica–, la
palabra abuelo sitúa una relación paternal en el sentido un poco cursi del término;
¡yo no enseño valores cívicos ni valores éticos de nada, soy más bien promotor
de la insurrección, de la subversión, del cuestionamiento!”. Con esto dicho, la
cosa queda clara. El profesor Moreano es padre de cuatro hijos: dos varones y
dos mujeres. Nicolás, un ingeniero mecánico de 42 años, es el mayor y es a la
vez padre de dos adolescentes de 17 y 14, respectivamente. Gerónimo, de 38, es
comunicador. Luego está Melissa, una bióloga de 37 años, y Matilde, otra
bióloga de 34. Una de las imágenes con que su hijos crecieron es esa en la que
él, corpulento y risueño, luce rodeado de gente, de alumnos y admiradores, de
amigos de lides políticas y escritores. El humor fino y provocador es la
característica más visible de su personalidad, pero también hay mucha exigencia
intelectual.
“Para conversar con él hay que saber cosas, si no, te reclama”, cuenta
Melissa, “La guagua del Alejo”, como la llamaban todos los adultos durante su
niñez. Todos lo llaman Alejo menos ella y Matilde, al menos dentro de la
familia. Ellas le dicen papi. Cuando el profesor Moreano lo escucha, la risa
vuelve, convertida en carcajadas de ternura. Pero no hay lugar para conmoverse,
así que enseguida el Alejo recuerda una de las imágenes del revolucionario que
considera más atractivas: se es más radical conforme más viejo uno se hace… “Yo
me había hecho la imagen de ser siempre de la extrema izquierda, nunca volverme
moderado. Había asumido esa línea de la radicalidad extrema porque considero
que la dinámica del mundo está en la lucha social, en la lucha política, en la
renovación artística, literaria, siempre cuestionando todos los órdenes…
Entiendo que con la posmodernidad se planteó la negación de esa visión moderna
de revolución continua pero yo sigo pensando en la revolución permanente. ¡En
eso soy un poco trotskista, si usted quiere!”.
Para Melissa, su padre es un intelectual a tiempo completo y ha sido la
fuente para que conociera el teatro, el cine arte, sobre todo latinoamericano y
francés. De su niñez, en la década de los ochenta, la guagua del Alejo recuerda
que si de algo estaba segura era de que el entonces presidente León Febres Cordero,
representante de la derecha más dura de la época democrática, era del bando de
los malos. También lleva en su memoria los paseos por la ciudad, cuando iban al
Teatro Universitario, que era muy conocido por proyectar películas no comerciales. Ella tenía entre ocho y diez años y hasta hoy tiene muy
claro que eso de contar es una cuestión hereditaria, pues su abuela, doña
“Gechu”, acostumbraba a narrar para ella las películas que acababa de ver.
Alejo hace lo mismo con las películas o con los libros. “Mi papi hablaba con
nosotros con muchas referencias históricas, cinematográficas –recuerda ella-;
¡lo que me encanta es eso, que no es solo sociólogo!”
Pero de cariñitos y mimos, nada. Un abuelo que no mima, que no es
acariciador, que prefiere los juegos intelectuales, como aquel de rimar
palabras con los hijos de su hijo Nicolás; eso sí, insiste en que hagan sus deberes
a tiempo y en que no descuiden sus estudios. Pero él si se permite algunas licencias,
como la de tomar Coca-Cola, dice América, su perseverante compañera.
Ella cuenta que en un encuentro de intelectuales, casi todos pidieron
ron o tequila, pero él y la brasileña Nélida Piñón pidieron solo Coca-Cola,
ante las burlas del resto. Entonces, el Alejo replicó: “lo que sucede es que
nosotros somos amazónicos y nos gusta beber la sangre de nuestros enemigos”.
Opinión sobre el momento político
Sobre la base a su
experiencia como historiador y analista político, no queremos terminar este
perfil sin consultarle su opinión acerca del momento crítico que está viviendo
el país en vísperas de la visita del Papa, y le preguntamos hacia dónde nos
pueden llevar estos vientos de verano ardiente.
Vuelve al gesto del pensador y nos dice:
A partir del Impuesto sobre las herencias y la plusvalía, propuestos
por el Gobierno y las reacciones producidas, entramos en una situación marcada por
relaciones de confrontación y negociación que pueden gestar un nuevo orden político.
De hecho, el Gobierno ha llamado a un diálogo nacional para definir el “tipo de
país que queremos”. Encargar el diálogo a un funcionario sin poder político
revela que el gobierno se ha decantado por un nivel tecnocrático.
Las medidas destaparon una reacción de la derecha con mucha fuerza, que
empezó a utilizar el libreto de la oposición venezolana a Maduro. La acusación
central fue y es la de que el Gobierno quiere desatar la lucha de clases y
convertir al Ecuador en una ‘cubazuela’ El Gobierno, por su parte, luego de la
serie de medidas cuestionables como el retiro de los fondos de los jubilados
del IESS y la confiscación de los fondos del magisterio, la campaña por el
Yasuní, las leyes de tierras y de aguas favorables a la agroindustria y a
trasnacionales como Monsanto y la
persecución a dirigentes populares, intentó con el proyecto de impuesto
a las herencias y a la plusvalía darse un maquillaje izquierdista, para atraer
a sectores populares que se reconocen en los movimientos sociales, el FUT y la
Conaie. Los movimientos sociales y la izquierda, que habían logrado capitanear
la oposición al Gobierno con las marchas de septiembre y noviembre del año
pasado y las de Primero de Mayo de este año, debió emplearse a fondo para
deslindar campos con la derecha que pretendía infiltrarse en sus filas. La
última marcha de los trabajadores del miércoles 24 de junio se hizo bajo la
consigna
“Contra la derecha fascista y el correísmo burocrático”,
afirmando su condición de oposición de izquierda y tercera fuerza El
FUT y la Conaie han condicionado su participación en el diálogo propuesto por el
Gobierno al levantamiento
de las medidas represivas y que se traten problemas tales como el
retiro de las medidas contra los fondos del magisterio y de los jubilados del
IESS, la discusión de las leyes de tierras y de aguas y, en especial, la
apertura de un proceso de reforma agraria que afecte a las grandes propiedades
y a la agroindustria.
¿Cual va a ser el nuevo rumbo político del Ecuador?
El Gobierno tiene tres perspectivas distintas: podría facilitar la
negociación con los movimientos sociales para contener a la derecha levantando algunas
medidas y abriendo la discusión sobre la reforma agraria. Sería una medida
inteligente, tal como ocurrió con Evo Morales, en Bolivia. Sin embargo, la
primera muestra de “flexibilización” del Gobierno, fiel a su embeleco por la
eficiencia empresarial, ha sido la propuesta de retirar la nueva tabla de
impuestos para los empresarios productivos que se regirían por la tabla actual.
La otra salida del Gobierno es, pues, aproximarse aún más a la derecha,
con la cual ha venido negociando desde tiempo atrás. Tal sería no solo la
medida más reaccionaria sino más torpe, pues envalentonaría aún más a la
derecha y propiciaría el libreto de guerra económica que anunció Nebot. Y la
tercera vía sería dejar todo como está, a lo que parece apuntar la medida de
entregar a Semplades la responsabilidad del diálogo, restándoletoda importancia
y que, en el mejor de los casos, servirá solo para tomar nota de asuntos a considerarse
en una incierta planificación.
Los movimientos sociales han exigido la presencia del Presidente. Se
abre, pues, una nueva y muy interesante coyuntura en la que la expresión de
fuerzas va a ser decisiva para definir por dónde van a soplar los vientos.
* Tomado de la Revista Rocinante
www.revistarocinante.com/contenidos/edicion_actual/rocinante.pdf
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