El futuro político de Francia: Audacia o declinación




Por Serge Halimi*

Podrán las elecciones francesas conducir a un cambio de presidente sin que ello signifique terminar con los principales objetivos del período abierto en 2007? La alternancia política constituiría un alivio para los franceses porque, más allá de los reveses más ostensibles del presidente saliente –su omnipresencia, su exhibicionismo, su capacidad para decir una cosa y después la contraria, la fascinación que le inspiran los ricos, casi igual a su disposición para transformar en chivos emisarios de todos sus arranques a los desocupados, los inmigrantes, los musulmanes o los funcionarios–, los cinco años transcurridos marcaron el retroceso de la democracia política y de la soberanía popular.
Después del referéndum de mayo de 2005, los candidatos al Palacio del Elíseo de los dos principales partidos representados en el Parlamento ignoraron la oposición de una gran cantidad de franceses a una creación europea cuyos errores conceptuales se revelan en la actualidad. El escrutinio del referéndum se había realizado, sin embargo, a través de un voto inapelable, al cabo de un debate nacional de un nivel superior a la actual campaña electoral. Y la presidencia de Nicolas Sarkozy, que debía marcar la recuperación de prestigio de la voluntad política, termina en una serie de declaraciones desconcertantes. Mientras que el conjunto de los candidatos de izquierda reprochan a los bancos, François Baroin, el ministro de Economía francés, pretende que “enojarse con las finanzas es tan idiota como decir ‘estoy en contra de la lluvia’, ‘estoy en contra del frío’ o ‘estoy en contra de la niebla’”. Por su lado, el primer ministro François Fillon recomienda al candidato socialista François Hollande “someter su programa electoral a Standard & Poor’s” (1).
La subordinación de los círculos dirigentes franceses a la “democracia conforme al mercado” –credo sostenido por una derecha alemana cada vez más arrogante–, erosiona también la soberanía popular. El levantamiento de esta hipoteca es cuestión primordial en las elecciones actuales. Y obliga a plantear sin vueltas los términos del debate europeo. Nadie ignora que los programas de austeridad puestos en marcha con encarnizamiento desde hace dos años no han aportado –ni aportarán– ninguna mejoría a los problemas del endeudamiento que ellos pretenden resolver. Por consiguiente, una estrategia de izquierda que no cuestione este garrote financiero está condenada de antemano. Ahora bien, el entorno político europeo impide imaginar que esto pueda ser conseguido sin dar pelea.
Hoy por hoy, el estancamiento general está contenido por un flujo de dinero que el instituto emisor libra a bajo precio a los bancos privados, que se encargan de volver a prestarlo más caro a los Estados. Pero este respiro no depende más que de la buena voluntad del Banco Central Europeo (BCE), sostenida en una “independencia” que los tratados consagraron imprudentemente. A más largo plazo, la mayoría de los países miembros de la Unión se comprometieron dócilmente, conforme a las exigencias alemanas refrendadas por París, a endurecer sus políticas de rigor y a someter a los eventuales contraventores a un mecanismo de sanción draconiana, el Tratado sobre la Estabilidad, la Coordinación y la Gobernanza (TSCG), en curso de ratificación.

Una prioridad absoluta

El castigo infligido a Grecia amenaza ahora a España, conminada a reducir en un tercio su déficit presupuestario aun cuando su tasa de desocupación alcanza ya el 22,8%. No lejos está Portugal, que debe disminuir su gasto público, aunque la tasa de interés de sus préstamos estalle (el 14% en marzo) y el país se hunda en la recesión (-3% de crecimiento en 2011). Imponer una vuelta de tuerca presupuestaria a los Estados amenazados por la desocupación en masa no es una situación inédita; fue la gran receta económica y social de los años 1930 en Francia... Los socialistas decían entonces: “La deflación agrava la crisis, disminuye la producción y disminuye el pago de impuestos” (2).
Sin embargo, la estupidez de las políticas actuales sólo es sorprendente para quien piense todavía que éstas tienen vocación de servir al interés general y no a la oligarquía rentista enganchada a la maquinaria del Estado. Ésta es precisamente la verdadera cara de la economía (3). Llamar a este enemigo por su nombre permitiría movilizarse mejor contra él.
En caso de alternancia política en Francia, el cuestionamiento del TSCG (o de otras políticas de austeridad del mismo tenor) debe constituir la prioridad absoluta del nuevo presidente, sea cual fuere. El éxito o el fracaso de la empresa determinará el resto: educación, servicios públicos, justicia fiscal, empleo. A Hollande le gustaría disociar el mecanismo de solidaridad europeo, que él defiende, de la terapia de shock liberal, al cual se opone. El candidato socialista se comprometió a “renegociar” el TSCG, con la esperanza de sumarle “un costado de crecimiento y de empleo” a los proyectos industriales a escala continental.
“Ninguna política de izquierda es posible en el marco de estos tratados”, estima, en cambio, Jean-Luc Mélenchon. Lógicamente, el candidato del Frente de Izquierda se opone tanto al TSCG como al Mecanismo Europeo de Estabilidad (MES), que prevé una asistencia financiera a los países en peligro que hayan aceptado con anterioridad las medidas draconianas de equilibrio presupuestario. La candidata ecologista y los candidatos trotskistas también hacen campaña por un “auditor europeo de la deuda pública”, incluso para acusarla de ilegitimidad, con el argumento de que la reducción de impuestos de estos últimos veinte años y los intereses otorgados a los acreedores explican la razón principal del nivel actual de la deuda.
Opuestos a la renegociación de los tratados, la mayoría de los Estados europeos, con Alemania a la cabeza, no se imaginan nada parecido. Y menos prestar sumas importantes a Estados en dificultades financieras que no hayan dado pruebas de una “buena” gestión. Es decir, a los que no hayan aceptado a la vez nuevas privatizaciones y la revisión de áreas importantes de su seguridad social (jubilaciones, subsidios por desempleo, salario mínimo, etc.). Por otra parte, el 24 de febrero último, Mario Draghi, presidente del BCE, en una conferencia con The Wall Street Journal, resumió: “Los europeos ya no son lo suficientemente ricos como para pagar a todos los que no trabajan”. El ex vicepresidente de Goldman Sachs agregó que una “buena” austeridad exigiría reducir a la vez los impuestos (lo que ningún candidato francés propone, ni siquiera Sarkozy) y el gasto público.

La Santa Alianza europea

Es decir que un presidente de izquierda chocaría pronto con la oposición de la mayoría de los gobiernos de la Unión –en su gran mayoría conservadores– y con la del BCE, sin olvidar a la Comisión Europea, presidida por José Manuel Durão Barroso. Es de manera completamente deliberada que tanto el primer ministro británico, como el polaco y el italiano, y la canciller alemana se negaron a recibir al candidato favorito francés de los sondeos, considerado menos complaciente que el actual presidente.
Ya lo indicó Jan Kees de Jager, ministro de Economía holandés: “Realmente, no estamos a favor de una renegociación. Por el contrario, si Hollande quiere llevar a cabo más reformas, nosotros estaremos a su lado, se trate de la liberalización de los servicios o de reformas del mercado de trabajo”. En suma, el apoyo de los Países Bajos está asegurado para cualquier presidente francés de izquierda que ponga en práctica una política más liberal todavía que la de Sarkozy.
Angela Merkel no oculta para nada su inclinación partidaria: se declaró dispuesta a participar de los encuentros de la derecha francesa. Los socialistas alemanes muestran menos entusiasmo hacia sus camaradas vecinos. El presidente del partido, Sigmar Gabriel, se declara solidario; pero otro dirigente, Peer Steinbrück, que también espera suceder a la canciller en dieciocho meses, consideró “ingenuo” el compromiso de Hollande de “renegociar una vez más todos estos acuerdos [europeos]”. Anticipa un viraje del candidato francés: “Si resulta elegido, su política podría diferir concretamente de lo que ha dicho” (4).
No podría descartarse esta hipótesis. Ya en 1997, antes de las elecciones legislativas, los socialistas franceses prometieron que renegociarían el Pacto de Estabilidad Europea firmado en Amsterdam; una “concesión absurda hecha al gobierno alemán”, estimaba Lionel Jospin. Una vez en el poder, la izquierda francesa apenas logró que se agregaran los términos “y de Crecimiento” al título del “Pacto de Estabilidad”.
Pierre Moscovici, actual jefe de campaña de Hollande, en 2003 volvió sobre esta pirueta semántica. Releyéndolo, es difícil no pensar en la situación que podría darse a partir de mayo próximo: “El Tratado de Amsterdam fue negociado –muy mal– antes de asumir nosotros nuestras responsabilidades. Tenía muchos defectos y, para empezar, un contenido social muy insuficiente. (…) El nuevo gobierno habría podido, con toda legitimidad, no aprobarlo (…), o por lo menos solicitar que se retomara su negociación. No fue nuestra decisión final [Moscovici era entonces ministro de Asuntos Europeos]. Pues estábamos confrontados, con Jacques Chirac en el Elíseo, a la amenaza de una triple crisis. Crisis franco-alemana, pues un retroceso de nuestra parte hubiera complicado de entrada nuestra relación con este socio esencial. (…) Crisis con los mercados financieros, cuyos operadores deseaban la adopción de este Tratado. (…) Crisis de cohabitación, por último. (…) Lionel Jospin prefirió, con justa razón, abandonar el terreno, y buscar al mismo tiempo un repliegue flexible y una salida airosa. Es decir, obtener, por el precio de su consentimiento al Tratado de Amsterdam, la primera resolución consagrada al crecimiento y al empleo de un Consejo Europeo” (5).
En la hipótesis de una victoria presidencial, además de parlamentaria de la izquierda, en mayo-junio próximos, dos elementos diferirían del panorama trazado aquí. Por una parte, el Poder Ejecutivo francés ya no estaría compartido como hace quince años; pero, por otra, el equilibrio político de Europa, que en 1997 se inclinaba hacia la centroizquierda, se inclina ahora fuertemente a la derecha. Dicho esto, hasta un gobierno tan conservador como el del primer ministro español Mariano Rajoy llegó a preocuparse de la cura de austeridad a perpetuidad que le reservan los gobernantes alemanes. Así, el 2 de marzo último, dio a conocer su “decisión soberana” de no aceptar la camisa de fuerza presupuestaria europea.
Casi al mismo tiempo, una docena de otros países –entre ellos Italia, el Reino Unido y Polonia–, reclamaron una reorientación de la política económica urdida por el tándem germano-francés. Hollande podría alegrarse. En efecto, espera que su eventual elección altere la relación de fuerzas continentales, sin que deba embarcarse en una confrontación –que rechaza abiertamente– con varios gobiernos europeos, el BCE y la Comisión de Bruselas.
Sólo que la reorientación deseada por los países liberales apenas tiene que ver con la que él mismo recomienda. La palabra “crecimiento” significa para algunos la adopción de políticas acordes con la propuesta thatcheriana (reducción de impuestos, desregulaciones sociales y medioambientales); para otros, un pequeño abanico de inversiones públicas (educación, investigación, infraestructuras). El equívoco no se mantendrá indefinidamente. Muy pronto habrá que encarar la “desobediencia europea” que recomiendan Mélenchon y otras fuerzas de izquierdas. O bien continuar sin esperanzas el curso ya emprendido. Más allá de lo que los distingue –en materia fiscal, por ejemplo–, Sarkozy y Hollande han sostenido los mismos tratados europeos, de Maastricht a Lisboa. Los dos han ratificado objetivos draconianos de reducción del déficit público (el 3% del producto interno bruto en 2013, el 0% en 2016 o en 2017). Ambos rechazan el proteccionismo. Esperan todo del crecimiento. Defienden orientaciones idénticas en política exterior y en defensa, dado que incluso la reintegración de Francia al comando militar de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) no es ya cuestionada por los socialistas franceses.
Llegó la hora, sin embargo, de romper con todos estos postulados. Para ello es condición el cambio de presidente. Pero ni la historia de la izquierda en el poder, ni el desarrollo de la campaña actual autorizan a pensar que esta condición pueda bastar.

1. Respectivamente, RTL, 22 de enero de 2012, y Le Journal du dimanche, París, 15 de enero de 2012.
2. Preámbulo a la propuesta de la ley presupuestaria para el año 1933 del grupo socialista.
3. Véase nuestro dossier “El gobierno de los bancos”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, junio de 2010.
4. AFP, 15 de febrero de 2012.
5. Pierre Moscovici, Un an après, Flammarion, París, 2003, pp. 90-91.
* Director de Le Monde diplomatique.
tomado de :http://www.eldiplo.org/154-el-subsuelo-en-disputa/audacia-o-declinacion?token=&nID=1

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